Por Facundo Di Cuollo
Ya casi es una cábala –o “costumbre”, en argentino- citar a Borges cuando escribo sobre este Mundial. En resumidas líneas, Borges afirmaba (cito de memoria) que para escribir había que dejar reposar la emoción, dejar pasar algunos días, y en efecto, si la pureza del sentimiento se mantenía, se convertía en materia para la Literatura.
Ahora bien, luego de transcurridas
aproximadamente unas treinta horas desde los sucesos que nos ocupan (“los
sucesos que nos ocupan” es que Argentina se consagró Campeón Mundial de Fútbol
después de treinta y seis años, ya podemos y debemos decirlo) me dispongo a
esbozar algunas ideas al respecto.
Durante el día de ayer, mi memoria pasó de la
fotografía al cine en un lapso de dos horas y media. Del Mundial de México '86,
de la consagración de Argentina como campeón irrebatible, y de Maradona como
héroe nacional indiscutido, solo conservo algunas fotos –en la más nítida, Diego
saltando con el puño al cielo, en un agradecimiento interminable hacia el
Olimpo futbolístico- y algunos gritos, festejos, que llegan como murmullos,
matizados por el filtro de los años.
Cada vez que me preguntaban si había visto a
Argentina campeón del mundo (intuían que hace treinta y seis años ya habitaba
este mundo, tal vez ignoraban que solo tengo cuarenta, y bastante buena
memoria, aunque no la suficiente para poder reproducir esa vivencia con la nitidez
emocional necesaria) respondía que sí, pero me era preciso esbozar la
explicación de las imágenes, de los murmullos lejanos como las voces de un sueño.
“Ah, lo viste pero no te acordás”, era la respuesta inmediata de la grandísima mayoría. Entonces acudía al Mundial ´90 y la épica inagotable, la explicación de que no fuimos campeones, pero que deberíamos haberlo sido. Maradona, Caniggia, el Mundo en contra nuestro, Goycochea, los penales, y “el robo de la final”.
Ayer por la tarde, las fotos se me convirtieron en
película. Con la previsión metódica del signo de tierra, fui recordando, “filmando”,
cada detalle de este camino. Intuía, en el fondo, que el final era feliz. Que el
maleficio le había ido dando paso a la depuración. Que la noche oscura del alma
había terminado.
Me atrevería a afirmar, a estas alturas, que
todos lo supimos siempre. Todos supimos, en algún momento de este camino, que
el Mundial era nuestro. Tal vez ignorábamos la parte más difícil de todo
aprendizaje espiritual: que primero teníamos que aprender a perder, para saber
ganar. Por eso no nos preocupaban tanto –infartos aparte- los empates momentáneos,
la prórroga, la tanda de penales. Jugábamos a “anular mufa” sabiéndonos, en lo más
recóndito de nuestro espíritu, caballo vencedor. Pero así las cosas. Sin épica,
no hay Argentina.
Quedan para otro capítulo las estadísticas
bestiales, inalcanzables, de ese ser humano ya santificado que se llama Lionel
Messi (porque Messi es el arquetipo del santo, para nosotros; lo ubicamos ahí
para poder conciliarlo – de una vez por todas- con la figura de Maradona, el
héroe humanizado más puramente impuro que haya pisado estas tierras) Quedan
para otra ocasión los detalles y las contingencias futbolísticas necesarias que
nos trajeron hasta acá, y que veremos y reveremos y recordaremos por siempre.
Estoy esperando que en algunos años, en algún
momento –espero que no tan lejano- me pregunten si vi a Argentina salir Campeón
del Mundo.
Les voy a responder, con todo el orgullo en
los labios, que sí. Que lo vi campeón del Mundo, en la mejor final de la
Historia de los Mundiales. Y les voy a contar la película.