- ¿Todo bien, Sabrina? -le pregunté el sábado a las 14 hs, palmeándole el hombro, suavemente.
- Todo bien, Profe -me sonrió con toda la boca abierta.
Aquel sábado por la tarde, Sabrina
estaba encargada de manejar el dinero en un festival de cine a
beneficio de los alumnos que viajarían a Mar del Plata para participar de las Olimpíadas de
Matemática. (Más tarde, L. me comentó que ella estaba infinitamente
contenta, por la responsabilidad que acarreaba la tarea que se le
había asignado)
El lunes siguiente, a las 9.44 am,
Sabrina tenía una bala alojada en su corazón. Algunas personas son
así, reciben todo con el corazón, sin importar de quién, ni de
dónde provenga.
La bala provenía de afuera. La bala
provenía de la calle, de la policía, más precisamente, que jugaba
al far west con unos ladrones armados con pistolas de rayo láser y
armas de última generación, por eso debía ser que disparaba tanto.
Nadie supo que Sabrina tenía una bala
alojada en su corazón (o en su pulmón izquierdo, nada importa, ya)
hasta que la revisaron en la Sala de Auxilio Vecinal. Dejó su sangre
en el colegio, Sabrina. Dejó la sangre de su corazón. Siempre creí
que lo más valioso que uno tiene, y que uno puede dejar a los demás,
el sacrificio máximo, es su propia sangre.
Me avisó C. de lo acontecido cerca de
las 11.45 am, justo en el momento en que los medios empezaban a
mostrar lo sucedido, mezclando nombres de un colegio con imágenes
ilustrativas de otro. Delicias de vivir en el Conurbano Bonaerense.
Deduje lo peor, entonces. En ese mismo instante, hablé con P. y me
lo confirmó: “Imaginate el peor de los escenarios. Bueno, ése.”
Habían llamado al SAME, después de lo
del balazo. Pero el SAME no llegaba, y Sabrina escupía sangre y casi
no respiraba. Y., quien trataba fervientemente de reanimarla, la
cargó en la camioneta. P. la acompañó, junto con M. L. La llevaron
a la Sala de Auxilio Vecinal. El SAME se acopló después allí.
En menos de quince minutos estaba en la
Sala de Auxilio Vecinal. No me tocaba estar ese día en el colegio,
por eso no estaba allí desde antes. Sospecho, ahora, que muchos no
debíamos estar ahí ese lunes. El frío era intenso, inmenso, y la
llovizna azotaba en el pecho como un látigo de hielo.
Me volví para el colegio, que queda a
cuatro cuadras de la Sala, a buscar la mochila de P, que se
comportaba casi como un héroe a medida que las horas corrían en su
arena y la tensión se acrecentaba. Cinco, seis camionetas-móviles
de medios televisivos se apostaban alrededor del colegio, que como
colmena atraía a las moscas que debían ser abejas. Me saqué de
encima a varios de esos fabricantes de indignación. Hablé con M. L, que tenía los ojos llorosos y me decía que era una desgracia, que
había llegado la Inspectora y lo único que pedía eran papeles.
“Papeles, siempre papeles”, me quedó resonando como un eco
involuntario.
En el patio cubierto estaba un
rectángulo delimitado con una cinta de peligro alrededor de un par
de sillas, y en el patio descubierto, casi al pie de la escalera,
debajo del techito, había delimitado otro rectángulo similar. Mucha
gente caminaba por allí dentro, muchos policías bonaerenses
vestidos de negro muerte se paseaban por el escenario, convulsionados
y nerviosos. Crucé la mirada con uno. Nos dijimos todo sin decirlo.
Las cosas más graves y directas suelen decirse sin palabras, con el
silencio (Más tarde en la tarde, cuando la tarde moría, volvería a
cruzármelo, a causa de un pedido insólito que luego detallaré
oportunamente)
En mi convulsionado regreso a la Sala,
luego de esquivar infinidad de moscas que me observaban restos de
miel y se me abalanzaban (me comentaron que, antes de que yo llegara
al colegio, sacaron a una a los empujones por volar por donde no
debía), la escena presentaba a P. cubriendo heroicamente la puerta
detrás de la cual descansaba el inmaculado cuerpo de Sabrina junto a
algunos de sus familiares, los que desgraciadamente ya se habían
enterado.
De un lado, Sabrina. Del otro, la
Policía Científica Bonaerense vestida de negro muerte. En el medio,
casi bajo el umbral de la puerta, P. impidiendo el paso. Al instante
se sumó S, simulando ser abogado o algo por el estilo. Y también me
sumé yo, que recién llegaba con la mochila al hombro, a cada
momento más pesada. “Hace falta el oficio judicial. Sin oficio, yo
no te puedo dejar pasar”, le decía P, enardecido e inexorable. “Es
urgente que nos la llevemos, Señor, el oficio se lo puedo alcanzar
después..”, ensayaba el oscuro bonaerense, sin saber con quién
estaba hablando. El final de aquella conversación, en palabras de
P, fue lapidario: “No, no te puedo dejar pasar, ¿y sabés por qué?
Porque no se me canta dejarte pasar. No vuelvas a hablarme hasta que
no vengas con el oficio”
Las cartas estaban echadas, ya. Un
arroyo de serpientes corría por debajo de la superficie de la sala.
Más temprano había estado el intendente. Sabrina era lo más
importante, ahora. Todo acto engendra sus consecuencias. El
intendente dejó encargados a dos agentes civiles de Seguridad
Ciudadana (que “sólo molestaban”, según un oficial de la
Bonaerense vestido de negro muerte), y que al instante se sumaron a
la lucha de P, que también era la mía. La nuestra. A eso de las
12.30 apareció V, el Jefe de los gendarmes, con el pulso acelerado
y la tonada correntina inevitable. “Acá no pasa nadie, se espera
hasta que venga el Fiscal”, les dijo a tres gendarmes que tenían
prohibida la palabra, pero utilizaban a la perfección el lenguaje de
sus rostros. Los tres gendarmes (mujer – hombre – mujer) se
apostaron frente a la puerta que protegía el acceso a la habitación
donde Sabrina descansaba.
Eran las 13 hs, y P. aún permanecía
ensangrentado. Tenía manchado el pantalón casi en su totalidad, un
poco la camisa y algo la cara, la frente y las manos. Le había hecho
maniobras de resucitación a Sabrina, antes de que supiera que tenía
una bala alojada en su corazón. “Me voy a cambiar”, dijo. Me
miró. “Andá tranquilo, yo me quedo”, le sugerí con la mirada.
Me paré al lado del trío de gendarmes, que parecía que iban a
decir algo que finalmente nunca decían, ni dijeron. Al lado mío
había un tipo vestido de azul, con ojos grandes, y con una libretita
que le sobresalía del bolsillo. Se había juntado más gente en el
lugar, los familiares de Sabrina se iban enterando y venían a la
Sala a velar por ella. Mientras tanto, una enfermera rubia,
exuberante y de rulos (probablemente del SAME), subía y bajaba de la
camioneta de la Policía Científica Bonaerense. El tipo de azul y
ojos grandes se me acercó: “Perdón, ¿usted quién es?”, me
interrogó sin más ni más, en voz baja pero determinante y poco
amigable. “¿Para qué quiere saber eso? Usted debería decirme
quién es, primero.”, le respondí sin pensar demasiado. El tipo de
azul y ojos grandes, parecido a Michael Moore, giró la cabeza, miró
hacia afuera y no me respondió. Volvió a apoyarse sobre la pared,
en su posición primitiva. Hizo como que anotaba algo en su libretita
amarillenta. Lo miré con un desprecio infinito, proverbial. “Ojo,
éste de acá al lado es yuta de civil”, le dije a P. (que volvía
del baño) en voz alta fingida, para que el tipo me escuchara. Me di
vuelta unos treinta segundos después, el tipo de azul había
desaparecido. No lo volví a ver en toda esa tarde.
A los pocos minutos, un oficial de la
Bonaerense vestida de negro muerte, que parecía un comisario, entró
pidiendo por un familiar de Sabrina. Un muchacho que recién había
entrado de fumar, que parecía la pareja de su madre, charló
brevemente con él. Le pidió datos menores (comprobamos después con
P, que acudió al instante) sobre Sabrina, que si era la hija del medio,
que cómo le iba en la escuela, que si tenía muchos amigos. El
oficial que parecía comisario estaba vendiendo noticias.
Cerca de las 14 hs, cada mirada se
había vuelto una insinuación de guerra. El Fiscal no llegaba, la
ansiedad crecía, la Bonaerense vestida de negro muerte había
desaparecido casi en su totalidad de la Sala. Sólo quedaba un móvil
de Policía Científica afuera, que fue desalojado a los pocos
minutos por Gendarmería, que colocó unos conos naranjas en la calle
sin emitir palabra. Los familiares y amigos de Sabrina ya habían
copado el lugar. Sabrina tenía muchos amigos. Ni una bala de 9 mm.
sirvió para desinflar su corazón.
V, el jefe de los gendarmes, recorría
los pasillos enérgicamente y dialogaba con los dos hombres de
Seguridad Ciudadana que había dejado el Intendente. También
charlaba con el heroico P, le encomendaba tareas y le palmeaba la
espalda.
La tensión irrefrenable se mantuvo
hasta aproximadamente las 15 hs, cuando el Fiscal (que había estado
en el colegio y posteriormente en los alrededores del barrio haciendo
pericias y buscando pruebas) se hizo presente en la Sala. Charló en
un cuarto cerrado con los familiares de Sabrina, primero; y con P. y
algunos miembros más del equipo docente, después.
V, sin vacilar, sugirió despejar la
Sala, y ordenó que el cuerpo docente retornara al colegio, donde
prestarían las declaraciones pertinentes, junto con los vecinos que
presenciaron el “tiroteo” y los efectivos de la primitiva
Bonaerense que lo protagonizaron. Mientras tanto, el Fiscal esperaría
al médico perital para, finalmente, trasladar el cuerpo al Hospital
Morgue de Lomas de Zamora, donde se llevaría a cabo la autopsia.
El colegio rebalsaba de gendarmes que
tomaban mate y hablaban entre ellos amigablemente, y de policías
nerviosos, que se apoyaban en fila sobre el mostrador del kiosco, y
respondían con miradas graves y perdidas a nuestras miradas
curiosas, cargadas de presentimiento.
(Resultaba paradójico ver a tantos
docentes enfrentados con tantos policías dentro de un colegio, y que
esta vez, por una vez al menos, y bajo condiciones trágicamente
extremas, los docentes saliéramos victoriosos.)
Se habían improvisado unas mesas para
declarar en el patio cubierto. Afuera, en la esquina de Santiago de
Chile y Grito de Alcorta, cada vez más medios de televisión se
abalanzaban sobre el vallado organizado por Gendarmería. Sacaban
móviles, charlaban con los vecinos, que gritaban y se indignaban.
“El dolor sale como puede”, comentaba una maestra vieja, del lado
de adentro. “A veces tarda, pero siempre sale”.
Recorrimos varias veces “la escena
del crimen”, con algunos docentes, que estuvieron desde la mañana
hasta casi la noche transitando ese proceso. La escuela siempre es el
último bastión de la resistencia. Algunas cosas nunca cambian. “La
bala entró por allá”. “Sabrina estaba parada acá”. “Tuvo
que haber entrado por la medianera, en diagonal, desde la esquina”.
“El portón no tiene agujeros”. “Una 22 no llega a cruzar todo
ese trayecto”. “Si hubiera sido una 45, habría orificio de
salida”. “Tuvo que haber sido una 9 mm”. “El móvil venía
disparando desde esa misma esquina”.
No quisimos pecar de imprudentes. Pero
no nos equivocamos en ninguna conjetura.
Más tarde, cerca de las 17 hs, el
Fiscal regresó al colegio. (Habían trasladado a Sabrina al Hospital
Morgue de Lomas de Zamora a eso de las 15.30 hs.) P. y yo lo
abordamos, para sacarnos las dudas. Sus palabras fueron categóricas.
“Hay que confirmar si la bala salió del arma de un policía”.
“Encontramos una 22 en el auto de los delincuentes”. “Los
casquillos encontrados cerca de la esquina pertenecen a un arma 9 mm,
reglamentaria de la policía”. “En el segundo portón encontramos
un plomo de una 45, pero no tenemos registro de ese arma”. “Tal
vez sea de los delincuentes”. “Pero, repito, desconocemos la
naturaleza de ese arma”.
Dijo, también, que había (hasta ese
momento) seis policías sumariados y quince armas confiscadas.
Los policías no paraban de declarar, y
los gendarmes no cesaban de tomarles declaración.
“Ése que está ahí es de Asuntos
Internos”, me indicó P, señalando a un tipo de sobretodo negro.
“La puta que se puso espesa la cosa”, agregó mientras
terminábamos de tomar el enésimo café de la tarde.
Pasadas las 18 hs, un grupo de vecinos
organizó una marcha a la vuelta del colegio, en la esquina de los
Medios de televisión. Anduvimos por allí con P, al inicio de la
misma. Luego ingresamos al colegio nuevamente. Se cerró el portón
de rejas. Por seguridad. Por seguridad para la policía, claro. Los
vecinos dieron la vuelta a la manzana, y a las 19 hs. se apostaron en
la puerta del colegio, con el portón de rejas cerrado, pero la
puerta interior abierta. Se encendieron las cámaras. Se montó el
show. Los vecinos insultaban sin parar y con justa causa a los
policías que iban terminando de declarar. La verdad estaba en el
aire. Algunas preceptoras lloraban desconsoladamente. P. caminaba
nervioso pero seguro, el representante legal del colegio hacía
declaraciones a la prensa. Volví a la sala de profesores a seguir
tomando café y a intentar consolar almas estalladas de dolor. Un
policía, el del cruce de miradas del principio de esta historia, se
me acercó lentamente, dubitativo:
- Necesito un televisor.
- ¿Para qué necesitás un televisor?
- Me lo pidió el Jefe.
- Y decime, ¿el Jefe para qué lo necesita?
- Para ver cómo está el panorama afuera.
- No tenemos televisor, si "querés ver cómo está el panorama afuera", podés asomarte.
Ése fue el último diálogo que un
integrante del cuerpo docente mantuvo con un policía durante aquella
fatídica y gris tarde de lunes.
Los policías bonaerenses, finalmente,
y con toda su vergüenza manchándoles, zamarreándoles el uniforme,
se retiraron a las 19.30 hs. por el portón trasero del colegio San
José, el que está ubicado sobre Grito de Alcorta. El mismo portón
por el cual se especulaba, al principio del día, que había entrado
el balazo que no pudo dejar a Sabrina sin corazón.
Facundo Di Cuollo
En todo este texto se puede leer el dolor, y la verdad nunca supe que decirle a la gente cuando se muere alguien cercano. Solo sé que ahora lo único que puedo decir es que todos esperamos justicia.
ResponderEliminarAbrazos.
que dolor tan grande.... grande como el corazon inmenso de Sabrina..
ResponderEliminarOtras voces...Gracias.
ResponderEliminarA un mes,repasando los hechos y la tristeza e indignación, siguen ahí...y van a seguir estando...
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