Por Alejandro Di Donato y Facundo Di Cuollo
Paul estuvo entre nosotros. Con nosotros. Por
tercera vez, luego de casi veintitrés años de su primera visita y seis de su
segunda. Decir que volvió a deleitarnos es injusto si tenemos en cuenta la
capacidad con la que logra mantenerse vigente y la manera en la que siempre
renueva los espectáculos que brinda, gira tras gira.
Es un artista que saca a pasear sus canciones
con lujo y elegancia, que las lleva por todas partes, las disfruta, las crea y
las recrea, siempre en crecimiento constante, que no nos “vuelve a...” sino que
siempre genera nuevas respuestas, nuevas emociones, cada vez más fuertes que
las anteriores. ¿Pero cómo hacer para describir estas emociones sin caer en
lugares comunes? ¿Cómo hacer para transformar en palabras lo vivido la noche
del jueves 19 de mayo en el estadio Ciudad de La Plata?
Paul parece un tipo joven, más allá de los
setenta y tres años que conlleva con distinción. Agarra el bajo, la guitarra
eléctrica, entra en calor con rapidez a pesar de la gélida noche, luego se dirige
al piano, toma la guitarra electroacústica, el ukelele, se sienta frente al
teclado. Varía incansablemente. Toca solo, rodeado de los majestuosos músicos
de su banda, asume la voz de mando, hace coros. Interactúa con el público,
habla en español, en inglés, en una mezcla de ambos. Se esfuerza en demostrar
que es un ser humano normal, de carne y hueso como cualquiera de nosotros, pero
no lo consigue. Cada simple paso que da parece provisto de un misticismo único
e irrepetible que no tiene otro fin que el éxtasis y el divertimento popular.
“Vanguardia es vigencia”, parece sugerir en
cada visita transatlántica, Sir James Paul. Y entre intro e intro de cada tema -en
un fluido y entretenido castellano-, nos pregunta “¿qué onda, che?”, nos cuenta
sobre “tres conejos en un árbol”, sobre el primer tema que grabaron Los
proto-Beatles, sobre las desventuras del Paul joven y su “amigo John”... Nos
cuenta mucho. Y todo lo que no nos cuenta, nos lo canta. Y nos emociona. La
frontera de expectativas se diluye prácticamente cuando nos encontramos con ese
primer anochecer de un día agitado.
Luego todo sucede demasiado rápido, como en un
sueño agradable, que nos deja con ese gusto dulce en la boca. El show se acerca
a su fin y uno se pregunta que cómo puede ser, si empezó hace un ratito nomás.
El tiempo se desvanece, se transforma en lágrima, en fascinación, en grito
desbordado. Ya nada importa, sólo lo que se acaba de vivir. No importa la hora,
el frío, la larga distancia que hay que atravesar para volver a casa. Al día
siguiente también se trabaja, también se estudia, y sin embargo uno se pregunta
cómo hacer para conciliar el sueño.
Por todo lo hecho y lo obtenido a lo largo de
su carrera, tranquilamente Paul podría estar disfrutando de unas largas y
merecidas vacaciones. Pero no, está acá, con nosotros, porque ama lo que hace,
quizás más de lo que nosotros amamos lo que él hace. Cada vez que termina una
canción alza el bajo, o la guitarra, bien alto, ofrece el instrumento de turno
a la vista del público, de todos nosotros, en clara demostración de gratitud
hacia la música. Lo repite canción tras canción, como en una especie de ritual
a través del cual nos explica por qué aún está allí, arriba del escenario, sin
intenciones de abandonarlo. Por qué, a pesar de todo el tiempo que supimos
esperar este momento, se despide con un “hasta la próxima” y nosotros le
creemos, completamente seguros de que cumplirá con su palabra.
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