A Claudio Rodríguez
De
Jorgito siempre me acuerdo los días de otoño. Además de cada abril. Aunque
abril sea otoño.
Nos
conocimos una tarde en la plaza, a los seis, entre juegos de la infancia
ininteligibles pero perfectamente comprensibles. Los dos éramos clase 62. Los
dos transcurríamos los días en una localidad perdida, casi resguardada, del oeste
del Conurbano Bonaerense.
-Mi
nombre es Jorge Soriano, ¿vos cómo te llamás? –me había preguntado aquella
tardecita de sol suave pero frío de otoño. Es que el destino nos había juntado,
así, sorpresivamente. A veces sentía que todo estaba planificado de antemano
entre nosotros. Coincidimos en clase, en juegos, en escuela. (En lo demás, no
llegaríamos a coincidir lo suficiente)
El
primero de abril nos llegó la notificación. Viajamos juntos, naturalmente.
Ambos pertenecíamos al Regimiento 6 de La Tablada. Íbamos para Río Gallegos a
esperar órdenes. Nos apostamos allí, en medio de esa inmensa confusión
generalizada, hasta el martes 13 de abril, cuando salimos hacia Puerto
Argentino. Jorgito quedó en la División C. Mi suerte dijo “A”. Estábamos en la
misma línea de combate, de todas maneras. No podíamos no coincidir, ya. El
destino siempre sabe cómo obra.
Allá
lejos, en el tiempo y el espacio, era el frío. Un frío de mierda, desolador.
Húmedo. Oscuro. Teníamos que cavar trincheras de ochenta centímetros de
profundidad. Apenas empezábamos, el suelo se llenaba de agua turbia, aceitosa,
que brotaba de entre la tierra y las piedras. Convinimos en cavar cincuenta, y
levantar un alero de treinta centímetros por sobre nuestra cabeza.
Los
días y las noches transcurrían sin distinguirse, allá. Los estruendos
insoportables y la alarma de la alerta roja se fundían con el ruido de las olas
y el silbido incesante del viento. La estepa austral siempre parecía calma.
Sólo se veían ovejas, a lo lejos. (Hubo dos, en otro regimiento, que se pegaron
un tiro en el pie para volver al continente. Con Jorgito nos mirábamos y casi
que nos reíamos, del cagazo)
Estábamos
juntos ahí también, como jugando en aquellas tardes de sol suave de otoño en el
oeste.
-¡Cuídense
entre ustedes, soldados. Cuídense entre ustedes, que tienen toda la vida por
delante, carajo! –pasaba gritando día por medio el suboficial Giménez, que nos
puteaba pero nos quería.
Cuando
coincidíamos en la guardia con Jorgito (era esporádico, fueron unas tres veces
en esos casi dos meses) tratábamos de buscarle una explicación. No a lo de
coincidir. A todo el resto. A las bombas, a las muertes. Al sufrimiento. Al
frío. Al dolor.
-¿Y
para qué, Claudio? –me llegó a preguntar Jorgito una madrugada helada
que no sentía los pies dentro de la humedad de los borceguíes empapados,
mientras disparaba el fusil en falso para que no se le congelara el mecanismo.
Y
nadie sabía para qué. Nadie lo sabe, aún.
Lo
que más fuerza nos daba era recibir cartas. A eso no había con qué darle. La
pasión es la pasión. Podía faltar la comida (empezó a faltar la comida a partir
del primero de mayo, cuando empezó el bloqueo aéreo británico), pero no las
cartas. Las escribía la familia, o alumnos de la escuela primaria, en su
mayoría.
Un
par de veces me pudo la sensibilidad y le regalé mi carta a algún soldado
correntino que venía de por ahí arriba, y estaba solo en el medio de la nada.
Como yo, pero más.
Yo
había coincidido con Jorgito.
Una
mañana nos llegó que un grupo de gurkas liquidó a cuarenta, cincuenta de los
nuestros. Los que estaban de guardia se quedaron dormidos, víctimas del
síndrome del sueño blanco (sucede a menudo cuando la mente se pone en blanco, ayudada
por el frío extremo y el color del paisaje a causa de la nieve). Para montar la
guardia, de noche, armábamos como una especie de herradura, y en cada extremo
había un par de soldados haciendo guardia, que iban cambiando cada dos horas.
Los que estaban en el medio aprovechaban para dormir. Pero esta vez se
durmieron los puntas de guardia y los cagaron matando a todos. Dormidos.
Por
eso nos gustaba montar guardia con Jorgito. No nos iba a pasar. Teníamos de qué
hablar. Teníamos qué recordar. Los recuerdos transcurrían y se mezclaban con el
presente. Y por ahí te olvidabas de que un compañero tuyo había muerto en tus
brazos hacía un par de días, y que tenías que dejarlo recostado sobre el campo
de batalla, muerto de la más horrible muerte, cerrarle los ojos y seguir
corriendo para tomar la posición enemiga en esa maldita carrera por la
supervivencia.
Una
sola vez en casi setenta días pude bañarme. El 27 de mayo. Nos llevaron a todo
el Regimiento 6. “Tablada”, nos decían cariñosamente los oficiales.
Fuimos
llevados a un tinglado gigante, cerca del pueblo, donde bañan a las ovejas
antes de esquilarlas, para sacarles los vellones de pelo enredado y que la lana
quede limpia. La única diferencia era
que nosotros no éramos ovejas.
(Nos
hubiera gustado serlo, en realidad, para tener toda esa lana encima,
recubriéndonos, y no re cagarnos de frío cuando abrieran los caños de bombeo y
nos castigaran los chorros hirientes de agua helada, con una temperatura
exterior que no superaba los diez grados bajo cero)
En ese
bañito gélido y fugaz descubrí mi nuevo cuerpo. Descubrí lo que después, al
final de toda aquella locura, serían quince kilos menos. Descubrí también un
principio de “pie de trinchera” en mi extremidad derecha.
El
pie de trinchera aparecía cuando, por el frío y el agua constante de la
trinchera, los dedos del pie empezaban a congelarse, y posteriormente a
gangrenarse. Se iban poniendo negros. Hubo varios en nuestro regimiento que
fueron amputados por el pie de trinchera no descubierto a tiempo.
-¡Esta tarde sin falta va a la
Enfermería, Soldado! –me había dicho gritando el oficial Giménez, mientras me
secaba entre los dedos y me los masajeaba para calentarlos.
Y así
fue. Volvimos a la trinchera. Más cagados de frío que cuando llegamos al
tinglado. Pero limpios. De cuerpo, al menos. Unos cuantos estruendos más tarde,
me vinieron a buscar para ir a la Enfermería.
-¡Suerte con eso, hermanito. Si te
mandan de nuevo para el continente, saludame a la vieja! –me gritó Jorgito,
casi sonriendo y levantando un brazo desde su posición, dentro de la trinchera.
(“Suerte
vos, que te quedás en este infierno de fuego”, pensé sin llegar a decirle. A
gritarle.)
Llegué
a la Enfermería. Me senté. Había una radio encendida. Poca luz. Mucho olor a
tabaco. Estaba anocheciendo con una lentitud insoportable. Me ofrecieron un
cigarrillo, que naturalmente acepté. 555. Eran cigarros ingleses. Pero nos
importaba un carajo. A esa altura, todo nos importaba un carajo. Pasó más de
una hora hasta que la enfermera se acercó (Había cinco mujeres en Malvinas.
Tres enfermeras y dos doctoras. Cuando se produjo la rendición, les ofrecieron
llevarlas en avión al continente. Se negaron. Volvieron en barco con los
heridos). Miró mi pie. Lo revisó. Me tranquilizó que me asegurara que no tenían
que amputar. Me puso calor, me inyectó y me pidió que me calzara de nuevo.
Tenía que volver a la trinchera, oí que le dijo un suboficial que rondaba por
ahí. Estábamos ganando posición en Puerto Argentino. Esa noche era decisiva.
(Esa
noche sería decisiva.)
Terminaba
de calzarme cuando escuché las alarmas de la alerta roja y el ruido de la
puerta principal de enfermería. Empuñé el fusil (que llevaba a todos lados) por
instinto. No pasó nada. Falsa alarma. Como tantas. Difícilmente distinguíamos
el verdadero peligro, a esa altura.
Pero
a mí me pasaba que lo sentía en el cuerpo, en el cuero, como una incomodidad sensorial.
Esa
noche se había puesto oscura de golpe.
Venían
caminando por el pasillo, a lo lejos, dos suboficiales trayendo un fuentón,
cubierto por un poncho. (A veces, el fuentón de teflón en el que se preparaba
la comida para todo el regimiento se utilizaba para trasladar un cuerpo
mutilado, o irreconocible)
-¿Puta madre, otra baja? –les pregunté
mezcla de curiosidad, cortesía y amargura profunda, rozando con la mano, casi
como una despedida entrañable, el poncho que resguardaba el oprobio físico.
-Un soldado. O lo que queda de él –me
respondió uno de ellos, sin dejar de caminar-, pisó mal en un campo minado
mientras ganábamos posición.
El
frío helado, como una ventisca, me recorrió el cuerpo por debajo del uniforme.
(No pude no acordarme de su
sonrisa y de su mano en alto)
-Era del Regimiento 6, División C.
Jorge Soriano. Una lástima. Buen pibe. Por ahí lo conocías –agregó el otro
suboficial, sin dejar, tampoco, de caminar, cansino, cargando el fuentón.
Facundo Di Cuollo
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