“La Paz te va
a encantar, es la mejor capital de Sudamérica”, me dijeron antes de salir de
viaje, entre tantos otros comentarios de desaciertos y de atinos que
sobrevuelan la previa de cada nueva travesía. Otros me sugirieron que era “un
viaje ideológico”, que “al Che se convirtió en el Che cuando conoció Bolivia”.
El concepto de “viaje ideológico” no puede más que ser una inefable certeza. Aquí,
allá y en todas partes, uno viaja con sus ideas a cuestas, hacia la idea de un
nuevo lugar, un nuevo destino. Un nuevo mundo. O un nuevo pedazo de mundo que
ensanche el mundo anterior.
La escala en
Santa Cruz de la Sierra no me permitió conocer –todavía- al enemigo tan temido
(que, luego comprendería, es todo menos “enemigo”; es la pausa necesaria, el “aviso”
de que en el altiplano las cosas suceden de otra manera, en otro tiempo): el sorojchi.
El
sorojchi (o “mal de altura”, para la mayoría de los viajeros), es
indefinible. Aunque técnicamente podría ser definido como “malestar que se siente a grandes alturas en las cordilleras
por la falta de oxígeno y que se manifiesta con mareos, bajada de presión,
dolor de cabeza o trastornos respiratorios”, en la vida real es otra cosa.
Puede sentirse como los intensos y últimos suspiros de una resaca de cerveza
mala. O como una migraña dulce, persistente, impiadosa. O, finalmente, como una
pareja de juguetones rinocerontes que danzan sobre la base del cráneo, hasta
que se aburren y deciden migrar para danzar sobre el estómago, y quien sabe sino
aparearse, también. Cuando ese potencial coito concluye, vuelven a danzar sobre
la cabeza del damnificado. Y así sucesivamente, hasta que sin previo aviso, la
danza desaparece.
Recordé, en aquellos momentos de padecimiento lento,
un viejo dicho popular británico: “easy come, easy go”, sincronía que me fuera
confirmada luego por una chola que cultivaba un trozo de tierra, a los pies del
monte Chacaltaya (5.400 m.s.n.m): “el sorojchi
viene solo, se va solo. Tiene que descansar. Y esperar”.
Aconsejan también, para mitigarlo, mascar hojas de
coca, o tomar “mate de coca”, o mascar caramelos de coca. La Coca es la deidad
primera y última de La Paz. O de Bolivia, en general. Esta nación posee la
particularidad de tener el mayor porcentaje de población nativa de América
Latina (aproximadamente entre el 60 y el 65%, según datos censales del año
2001), lo que le otorga un orgulloso arraigo natural, y la comprensión
intrínseca de las creencias ancestrales que suponen a la naturaleza como un
todo, como un Ser absoluto representado por la conjunción de los tres reinos
vivientes en una armonía plena, oculta. Indescifrable.
La industria farmacéutica también ofrece una solución
científica para el sorojchi: las
abundantes y ya célebres “sorojchi
pills”. Están compuestas por 325 mg de ácido acetilsalicílico, 160 mg de
salófeno y 15 mg de cafeína. El efecto dura unas ocho horas, por lo cual se
recomienda, transcurrido ese lapso, ingerir otra dosis. Según el prospecto, sorojchi pills “ayuda a mejorar la
irrigación sanguínea cerebral y aumentar la capacidad respiratoria del
individuo”. Se aconseja, como complemento, “comer liviano” y “tomar mucha agua”.
“Descansar bien”, en síntesis y como corolario final del tratamiento.
Pero nada de esto acaba por
funcionar del todo, por ser una “solución total”, si no logra comprenderse la
verdadera naturaleza del secreto que La Paz esconde. Del sorojchi como una prueba necesaria. Como un descenso personal a los
infiernos, cuyo fin último sería ingresar en otra dimensión de la existencia,
en otra forma de comprensión de la realidad y del mundo circundante.
La Paz es una ciudad enorme. “La
Paz es una cuenca”, dicen sus habitantes. Es imposible recorrerla toda en la
duración usual de un viaje vacacional promedio (15/20 días). Pero el solo hecho
de poder vivirla y conocerla –aunque brevemente-, nos deja con ese sabor a
menta dulce en la boca, con esa sensación vívida de resto de sueño maravilloso
en la orilla nebulosa del despertar.
Vista desde “el Alto” (“el
borde del cuenco”, digámosle), La Paz parece de arcilla. El marrón ladrillo le
otorga un goce visual y estático sorprendente. La mayoría de las casas -excepto
en las zonas de “el Bajo”- están construidas de ladrillo a la vista, o de
ladrillo sin revocar. Podría objetarse a simple vista y desde determinados cánones
de Belleza, la “antiestética” terminación. Pero la estructura –lo que importa-
es sumamente sólida.
La Paz está densamente
poblada (según datos del Censo 2012, el área metropolitana posee 1.8 millones
de habitantes, es el centro urbano más importante del altiplano andino). Y
parece continuar poblándose a cada momento, en cada nuevo y lento pero
periódico despertar.
De camino por “el Bajo”,
luego de haberle comentado mis desventuras con el sorojchi juguetón, una guía de turismo me tranquilizó: “acá no vas
a tener tanto problema como en el Alto, hay menor altura sobre el nivel del
mar, se respira otro aire, hasta las casas son más lindas”. “Y es más caro el
nivel de vida, también”- agregó.
En esa “La Paz cuenco”, el
borde, “el Alto”, se encuentra a 3.700 m.s.n.m, mientras que “el Bajo” -o la
base- a unos 3.200 m.s.n.m. Y como todo cuenco –continuando con la utilización
hasta el hartazgo del elegido conglomerado simbólico- comienza por llenarse
desde la base, para luego ir creciendo en volumen y derramar –casi utópicamente-
su contenido hasta los bordes.
Las rutas montañosas y de
tierra o de “mejorado”, a veces dificultan el acceso terrestre. Pero La Paz
tiene, desde 2014, la línea de teleféricos más extensa del planeta (10.377
metros de longitud). Se divide en tres rutas, que se identifican, a su vez, con
los tres colores de la bandera de Bolivia: verde, amarillo y rojo.
La línea amarilla comunica “el
Alto” con “el Bajo”, desde el oeste hacia el centro sur de la ciudad, y desde
la estación central Chuqui Apu
empalma con la línea verde que conecta con Irpawi,
estación elevada en el extremo sur del conurbano paceño. La línea roja transcurre
en el extremo noroeste de la ciudad, une la estación central de Tayipi Uta con la de Jach’a Qhathu (esta última, la más
cercana al Aeropuerto Internacional de El
Alto).
En el trayecto de línea
amarilla de teleférico (desde Qhana Pata
hasta Chuqui Apu) me acompañaban dos
estudiantes en la cabina. Uno le comentaba a la otra que “antes del teleférico
era imposible bajar a estudiar a la universidad”, y que “ahora era todo mucho
más fácil y rápido”.
En La Paz se destaca
constantemente (en carteles, propagandas, ministerios) la noción de “estado
plurinacional” (denominación que reconoce la diversidad de naciones dentro del
Estado Boliviano, vigente desde el 22 de enero de 2010 y decretada por el gobierno
del actual presidente Evo Morales, primer presidente colla en la historia de
Bolivia).
La venta en las calles de la
ciudad es excesiva, los colectivos pequeños se mueven como electrones
irrefrenables a través de una malla de cobre. La gente bebe refrescos con
sorbete dentro de una bolsa de plástico. Los bares y restaurantes ofrecen una variedad inconmensurable de posibilidades gastronómicas. Se venden hierbas para todo. Se
compran ilusiones, pequeñas alegrías cotidianas. El sol dorado matiza el ocaso
cansino.
Va atardeciendo en La Paz, y
los autos y la gente se mezclan, se rozan, se esquivan, en una sinfonía
inexorable y caótica. Todo sucede como en un gran hormiguero lento y dinámico.
El tiempo se deconstruye, el sorojchi aglutina el tiempo-de-fuera con
el tiempo-La-Paz.
Se torna imprescindible la
pausa necesaria, el instante de contemplación. Porque en La Paz –más que en
cualquier otra ciudad del planeta- la tierra se mezcla con el cielo en una
melodía silenciosa.
Debe ser por eso, entonces, que
es la mejor capital de Sudamérica.
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