(La reforma educativa, capítulo mil)
Por Facundo Di Cuollo
Hay decisiones
políticas que no necesitan demasiada exégesis para revelar su verdadero
propósito. La reforma educativa que impulsa el presidente Javier Milei
pertenece a esa categoría: detrás del discurso épico y oligofrénico sobre “la libertad”,
lo que se vislumbra es un Estado que se retira deliberadamente de su obligación
más elemental: (sobre todo en la tradición soberana de la matriz argentina) la
de garantizar igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos.
La narrativa oficial insiste en que las
escuelas y los padres deben “recuperar su autonomía”, que el Estado debe dejar
de ser un tutor “asfixiante”, que cada institución debe gestionar sus propios
recursos, sus propios programas y, en cierto modo, su propia supervivencia. No es “autonomía educativa”: es intemperie
cultural. En la ópera prima libertaria, el Estado,
pareciera, se reserva solo el rol de espectador, pero uno que no paga entrada.
Sin embargo, en este punto conviene
detenerse —aunque sea un minuto— y recuperar una obviedad sociológica que el
discurso libertario intenta, de manera poco sutil, maquillar: la desigualdad de
base. No todos los puntos de partida son iguales, y por lo tanto, librar
la educación a las fuerzas del mercado, a la voluntad individual o a la buena
suerte implica un sesgo ideológico muy preciso, casi quirúrgico: que el éxito o
el fracaso sean atribuibles exclusivamente al individuo, aun cuando las
condiciones materiales lo contradigan. (Una lectura marxista si se quiere, pero indiscutible, avalada por la
evidencia más básica y comprobable)
Entonces, si todos quedamos “librados a
la suerte” y a los designios de la Libertad más primal y exacerbada, quien posea
más recursos tendrá más educación; quien tenga mejor alimentación tendrá mejor
rendimiento; quien pueda pagar docentes de apoyo, talleres extracurriculares o
simplemente acceso a libros, tendrá ventaja. No hace falta un tratado de
epistemología para comprenderlo. Basta con haber pisado alguna vez una escuela
pública del conurbano bonaerense.
Los datos internacionales lo confirman: según
informes recientes de la UNESCO y la OCDE, los países que más invierten en
educación son, sistemáticamente, los que mejores resultados académicos
obtienen. Finlandia destina alrededor del 6,2% de su PBI al sistema educativo;
Corea del Sur, 5,1%; Canadá, 5,6%. Todos se encuentran entre los primeros
puestos en desempeño en las pruebas PISA.
La relación es prácticamente lineal: más inversion
genera mayor rendimiento, y este mayor rendimiento supone un mayor crecimiento
económico. De hecho, un estudio del Banco Mundial demuestra que cada punto
adicional de calidad educativa medido en aprendizaje está correlacionado con un
aumento proyectado del PBI per cápita a largo plazo. En fórmula simple, pero
implacable: la educación no es gasto, es inversión en infraestructura
económica.
Argentina, en cambio, viene reduciendo año tras
año su inversión, pasando de un 6% del PBI en 2015 a alrededor del 4,2% en la
actualidad, con un presupuesto nacional de 2024 que directamente recorta
programas clave como Conectar Igualdad, que fue desfinanciado y
eliminado; en las universidades públicas se produjo una caída del 30% real en
recursos entre 2023 y 2024; respecto de la infraestructura educativa pudo
observarse una caída del 64% en fondos para construcción y equipamiento; hubo
recortes superiores al 50% para los jardines de infantes e infraestructura del
Nivel Inicial; pudo observarse una reducción superior al 50 % en becas; así
como también la caída estrepitosa del salario docente al producirse -por orden
del Gobierno Nacional- la eliminación del FONID (Fondo Nacional de Incentivo
Docente, se estima que -en promedio a nivel nacional- constituía entre 10% y
15% de componente estable del salario docente)
La inversión nacional en educación cayó más
de un 40% en 2024 respecto de 2023 (mayor caída desde 1992), mientras que la
función “Educación y Cultura” pasó del 7,3% del presupuesto nacional en 2023 al
5,5% en 2024.
Esta retirada del Estado —envuelta en
celofán colorido y parafernalia libertaria— no es nueva. Forma parte de una
matriz ideológica que ya conocemos: la que entiende la justicia social como
“robo”, la solidaridad como un desvío moral y la igualdad como una anomalía que
interrumpe la libre competencia. Las consecuencias son previsibles: si no hay
justicia social, aumenta la desigualdad; si aumenta la desigualdad, disminuye
la movilidad; si disminuye la movilidad, se consolida una sociedad escindida y
se produce de manera inevitable la reproducción ordenada y planificada de la
desigualdad social.
El discurso oficial repite que “cada familia
sabrá qué es lo mejor para sus hijos”. Pero el problema nunca es la autonomía
como principio abstracto, la cuestión radica en quiénes pueden realmente
ejercerla. “Autonomía” sin recursos es apenas una palabra decorativa garabateada
sobre un papel lanzado al viento. En un contexto social y cultural como el
nuestro, libertad sin justicia social no es libertad: es privilegio.
Y aquí aparece, sin disimulo, otra paradoja
ideológica. El gobierno que se jacta de combatir “la casta” es el mismo que
promueve un modelo educativo que la reproduce: cuanto más desigual es el punto
de partida, más desigual será el punto de llegada. El resultado pareciera
ser un país con una brecha social cada vez mayor, donde solo algunos podrán
elegir, mientras otros quedarán inevitablemente atrapados o dificultados por las
coordenadas geográficas de su nacimiento.
En última instancia, lo que está en disputa
no es únicamente el formato de la escuela o el presupuesto de un ministerio. Se
juega aquí, y hacia nuestro futuro como país algo mucho más profundo y más complejo,
que supone aceptar la desigualdad como destino natural, o terminar de comprender
-zanjando nuevamente discusiones que no deberían volver a ponerse sobre la
mesa- que la Educación es el único mecanismo capaz de interrumpirla, superarla
y generar las condiciones sociales propicias para constituirnos cada día como
una sociedad más justa y más equitativa, que garantice –sin cuestionamientos
anacrónicos de minorías desclasadas- igualdad de oportunidades para todos los habitantes
del suelo argentino.

