jueves, 11 de diciembre de 2025

La trampa de la libertad: Educación a la intemperie

 (La reforma educativa, capítulo mil)

Por Facundo Di Cuollo

Hay decisiones políticas que no necesitan demasiada exégesis para revelar su verdadero propósito. La reforma educativa que impulsa el presidente Javier Milei pertenece a esa categoría: detrás del discurso épico y oligofrénico sobre “la libertad”, lo que se vislumbra es un Estado que se retira deliberadamente de su obligación más elemental: (sobre todo en la tradición soberana de la matriz argentina) la de garantizar igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos.

La narrativa oficial insiste en que las escuelas y los padres deben “recuperar su autonomía”, que el Estado debe dejar de ser un tutor “asfixiante”, que cada institución debe gestionar sus propios recursos, sus propios programas y, en cierto modo, su propia supervivencia. No es “autonomía educativa”: es intemperie cultural. En la ópera prima libertaria, el Estado, pareciera, se reserva solo el rol de espectador, pero uno que no paga entrada.

Sin embargo, en este punto conviene detenerse —aunque sea un minuto— y recuperar una obviedad sociológica que el discurso libertario intenta, de manera poco sutil, maquillar: la desigualdad de base. No todos los puntos de partida son iguales, y por lo tanto, librar la educación a las fuerzas del mercado, a la voluntad individual o a la buena suerte implica un sesgo ideológico muy preciso, casi quirúrgico: que el éxito o el fracaso sean atribuibles exclusivamente al individuo, aun cuando las condiciones materiales lo contradigan. (Una lectura marxista si se quiere, pero indiscutible, avalada por la evidencia más básica y comprobable)

Entonces, si todos quedamos “librados a la suerte” y a los designios de la Libertad más primal y exacerbada, quien posea más recursos tendrá más educación; quien tenga mejor alimentación tendrá mejor rendimiento; quien pueda pagar docentes de apoyo, talleres extracurriculares o simplemente acceso a libros, tendrá ventaja. No hace falta un tratado de epistemología para comprenderlo. Basta con haber pisado alguna vez una escuela pública del conurbano bonaerense.

Los datos internacionales lo confirman: según informes recientes de la UNESCO y la OCDE, los países que más invierten en educación son, sistemáticamente, los que mejores resultados académicos obtienen. Finlandia destina alrededor del 6,2% de su PBI al sistema educativo; Corea del Sur, 5,1%; Canadá, 5,6%. Todos se encuentran entre los primeros puestos en desempeño en las pruebas PISA.

La relación es prácticamente lineal: más inversion genera mayor rendimiento, y este mayor rendimiento supone un mayor crecimiento económico. De hecho, un estudio del Banco Mundial demuestra que cada punto adicional de calidad educativa medido en aprendizaje está correlacionado con un aumento proyectado del PBI per cápita a largo plazo. En fórmula simple, pero implacable: la educación no es gasto, es inversión en infraestructura económica.

Argentina, en cambio, viene reduciendo año tras año su inversión, pasando de un 6% del PBI en 2015 a alrededor del 4,2% en la actualidad, con un presupuesto nacional de 2024 que directamente recorta programas clave como Conectar Igualdad, que fue desfinanciado y eliminado; en las universidades públicas se produjo una caída del 30% real en recursos entre 2023 y 2024; respecto de la infraestructura educativa pudo observarse una caída del 64% en fondos para construcción y equipamiento; hubo recortes superiores al 50% para los jardines de infantes e infraestructura del Nivel Inicial; pudo observarse una reducción superior al 50 % en becas; así como también la caída estrepitosa del salario docente al producirse -por orden del Gobierno Nacional- la eliminación del FONID (Fondo Nacional de Incentivo Docente, se estima que -en promedio a nivel nacional- constituía entre 10% y 15% de componente estable del salario docente)

La inversión nacional en educación cayó más de un 40% en 2024 respecto de 2023 (mayor caída desde 1992), mientras que la función “Educación y Cultura” pasó del 7,3% del presupuesto nacional en 2023 al 5,5% en 2024.

Esta retirada del Estado —envuelta en celofán colorido y parafernalia libertaria— no es nueva. Forma parte de una matriz ideológica que ya conocemos: la que entiende la justicia social como “robo”, la solidaridad como un desvío moral y la igualdad como una anomalía que interrumpe la libre competencia. Las consecuencias son previsibles: si no hay justicia social, aumenta la desigualdad; si aumenta la desigualdad, disminuye la movilidad; si disminuye la movilidad, se consolida una sociedad escindida y se produce de manera inevitable la reproducción ordenada y planificada de la desigualdad social.

El discurso oficial repite que “cada familia sabrá qué es lo mejor para sus hijos”. Pero el problema nunca es la autonomía como principio abstracto, la cuestión radica en quiénes pueden realmente ejercerla. “Autonomía” sin recursos es apenas una palabra decorativa garabateada sobre un papel lanzado al viento. En un contexto social y cultural como el nuestro, libertad sin justicia social no es libertad: es privilegio.

Y aquí aparece, sin disimulo, otra paradoja ideológica. El gobierno que se jacta de combatir “la casta” es el mismo que promueve un modelo educativo que la reproduce: cuanto más desigual es el punto de partida, más desigual será el punto de llegada. El resultado pareciera ser un país con una brecha social cada vez mayor, donde solo algunos podrán elegir, mientras otros quedarán inevitablemente atrapados o dificultados por las coordenadas geográficas de su nacimiento.

En última instancia, lo que está en disputa no es únicamente el formato de la escuela o el presupuesto de un ministerio. Se juega aquí, y hacia nuestro futuro como país algo mucho más profundo y más complejo, que supone aceptar la desigualdad como destino natural, o terminar de comprender -zanjando nuevamente discusiones que no deberían volver a ponerse sobre la mesa- que la Educación es el único mecanismo capaz de interrumpirla, superarla y generar las condiciones sociales propicias para constituirnos cada día como una sociedad más justa y más equitativa, que garantice –sin cuestionamientos anacrónicos de minorías desclasadas- igualdad de oportunidades para todos los habitantes del suelo argentino.

 

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