Por Paula Daporta y Pablo Núñez
Como docente, te cruzás con mil y una historias. Historias que por lo general nada tienen que
ver con individualidades inconexas, sino con destinos compartidos, con
biografías fundidas en aquís y ahoras diversos. Mundos interiores y
propios que nos cruzan en la exterioridad del mundo que habitamos y
compartimos.
Hace algunos
días, unos muchachos de Perú trajeron una de esas varias historias. Hermanos
ellos, vinieron a buscar trabajo en Argentina, luego de haberse recibido de
técnicos mecánicos en una escuela media pública de su país. Ya hace un par de
años que trabajan en un taller de Los Polvorines, en el partido de Malvinas
Argentinas. Recuerdan con mucha precisión que un día el patrón del taller donde trabajan, conversando
les dice:
“Los veo muy dedicados a la hora de ver en
detalle los arreglos que se hacen en el taller. Son de leer cuestiones
técnicas. ¿Por qué no se anotan en la universidad, la que está acá a un par de cuadras?”
Se miraron y
le devolvieron una sonrisa. En parte como señal de
agradecimiento por el reconocimiento, en parte por asombro frente a la
propuesta. “¿No les gusta la idea? - inquirió el dueño del taller. Uno de ellos respondió: “Sí, pero no creo que nos alcance para poder pagar la matrícula y las
cuotas de la universidad”. A lo que de inmediato recibieron como afirmación: “Pero la
universidad es pública, no hay que pagar cuotas, es gratis”.
Aquellas
palabras quedaron resonando en ellos, al punto que los movilizó para acercarse
al día siguiente a aquella universidad que físicamente estaba a la vuelta, pero
simbólicamente a kilómetros de distancia. Allí los recibieron en el Departamento
de alumnos, donde los asesoraron sobre el modo y requisitos para formar parte
del aquel mundo. Habían llevado todos sus papeles (títulos secundarios y
pasaporte), lo que permitió que ese mismo día se anotaran para hacer el curso
de ingreso.
En el segundo cordón del conurbano bonaerense, precisamente en la localidad de Los Polvorines, en la Universidad
Nacional de General Sarmiento, los muchachos se dieron la chance de pensar en
un nuevo horizonte posible. Manteniendo aún el asombro de aquella charla con su
patrón, se veían como protagonistas de un proyecto que les permitirá -en un
futuro más o menos cercano- recibirse de Ingenieros en electromecánica.
Hablábamos de
historias que no son meros relatos individuales, sino tramas de diversas causas
y efectos que trazan pinceladas de lo que son y cómo funcionan las sociedades
en las que vivimos.
Tenemos el
orgullo de tener en nuestro país uno de los sistemas de educación superior más
reconocidos del mundo. Podríamos referirnos a rankings que evalúan desempeños,
evaluaciones y demás que se traducen en el concepto de prestigio. Pero la
historia de estos dos hermanos nos lleva a pensar en un indicador tan o más
importante: la cobertura. ¿Quiénes tienen derecho a pensar en otros
horizontes? La educación como vehículo
de ascenso social en aquello que tantísimos años atrás se representó en la
frase “Mi hijo, el doctor”. La Lucha permanente por defender ese bastión
con marchas multitudinarias y jornadas de clases públicas nos habla de que
sabemos que ese espacio es objeto de lucha. Sabemos de intereses que se ponen
en juego todo el tiempo, en especial en esta coyuntura que nos atraviesa hoy
por hoy donde la lógica del mercado parecería querer arrasarlo todo. Donde “esto
de universidades por todos lados” molesta. Claro que sí, molesta por el
hecho de ser un triunfo, un derecho que amplía horizontes. Horizontes que
algunos quieren cercar cual propiedad privada.
Graficando
con números, podemos citar que la Universidad de Buenos Aires actualmente posee algo más de 300 mil estudiantes.
Lo que significa que hay siete estudiantes de UBA cada mil habitantes en
nuestro país. Esto nos ubica muy por encima de otras universidades
Latinoamericanas representativas de países hermanos como la Universidad de Sao
Paulo de Brasil (0,5 estudiante cada mil habitantes), la Universidad de los Andes de Colombia (1
estudiante cada mil habitantes), la Universidad de Chile (2 estudiantes cada
mil habitantes) o la Universidad Autónoma de México (casi 3 estudiantes cada
mil habitantes). Diferencia que se agiganta notablemente si incorporamos a las
universidades del conurbano. En efecto, 25 estudiantes cada mil habitantes del
partido de La Matanza, es el indicador que coloca en el podio a la Universidad
Nacional de La Matanza.
En este
sentido es que nos molesta fervientemente la nota[1] que publicó el diario deportivo Olé el 18 de Junio en
el marco de la Copa América Centenario. Sabemos del carácter usualmente irónico
del autor de la misma. Pero la acidez o ironía no alcanzan para no indignarse
frente a los dichos que enaltecen unos de los sistemas educativos más excluyentes
del mundo, al tiempo que desvaloriza una Universidad Nacional como la de La
Matanza. Podríamos llenar la hoja de datos certeros que contradicen aquellas
muy poco felices afirmaciones. Pero preferimos retomar la idea de trayectorias
de vidas a las que se les permite proyectar nuevos horizontes. Porque
efectivamente, lo que permitió la proliferación de universidades públicas por
todo el país fue el acceso de más estudiantes a niveles superiores de
educación. Porque a veces el centro (ahí donde atiende Dios) queda demasiado
lejos.
Casi como
provocación tomamos el caso de dos hermanos inmigrantes de países limítrofes.
Frente a los prejuicios de “ellos vienen a sacarnos el trabajo” de los
noventa, aggiornado al “copan nuestros hospitales”, reivindicamos la
potencialidad de nuestro sistema educativo que marca distancia con países que
algunos quieren imitar como Chile o Brasil.
Hoy hay dos
(miles) de pibes que ingresaron en la carrera de Ingeniería. Algo que tiempo
atrás, en su concepción, pensaron improbable. Lo más cerca de
esta posibilidad para ellos (y tantos) era pasar con el colectivo frente al
alambrado perimetral del campus
universitario. Hoy se les dibuja en el rostro el agradecimiento
por esta posibilidad, al igual que
muchos jóvenes que representan la primer generación de familias del segundo cordón en acceder a una carrera
universitaria. Claro, no es Harvard, con medio centenar de premios nóveles entre sus filas. Pero la sola chance de acceder a una carrera universitaria donde se deposita la esperanza por generar
nuevos y distintos destinos a los del "deber ser" prefijado de a
quienes Don Galeano llamaba los Nadies, se transforma en una lucha por un
mundo más justo. Una lucha que no estamos dispuestos a abandonar.
¿El privilegio
de pertenecer? No, gracias. Sólo queremos ser muchos más, adentro.
No nos gusta
eso de mirar la vida pasar por detrás de un alambrado.
Excelente nota. Felicitaciones!!!
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