miércoles, 29 de junio de 2016

Segundo Cordón vs. Harvard

Por Paula Daporta y Pablo Núñez


Como docente, te cruzás con mil y una historias. Historias que por lo general nada tienen que ver con individualidades inconexas, sino con destinos compartidos, con biografías fundidas en aquís y ahoras diversos. Mundos interiores y propios que nos cruzan en la exterioridad del mundo que habitamos y compartimos.

Hace algunos días, unos muchachos de Perú trajeron una de esas varias historias. Hermanos ellos, vinieron a buscar trabajo en Argentina, luego de haberse recibido de técnicos mecánicos en una escuela media pública de su país. Ya hace un par de años que trabajan en un taller de Los Polvorines, en el partido de Malvinas Argentinas. Recuerdan con mucha precisión que un día el patrón del taller donde trabajan, conversando les dice:

“Los veo muy dedicados a la hora de ver en detalle los arreglos que se hacen en el taller. Son de leer cuestiones técnicas. ¿Por qué no se anotan en la universidad, la  que está acá a un par de cuadras?”

Se miraron y le devolvieron una sonrisa. En parte como señal de agradecimiento por el reconocimiento, en parte por asombro frente a la propuesta. “¿No les gusta la idea? - inquirió el dueño del taller. Uno de ellos respondió: “Sí, pero no creo que nos alcance para poder pagar la matrícula y las cuotas de la universidad”. A lo que de inmediato recibieron como afirmación: “Pero la universidad es pública, no hay que pagar cuotas, es gratis”.

Aquellas palabras quedaron resonando en ellos, al punto que los movilizó para acercarse al día siguiente a aquella universidad que físicamente estaba a la vuelta, pero simbólicamente a kilómetros de distancia. Allí los recibieron en el Departamento de alumnos, donde los asesoraron sobre el modo y requisitos para formar parte del aquel mundo. Habían llevado todos sus papeles (títulos secundarios y pasaporte), lo que permitió que ese mismo día se anotaran para hacer el curso de ingreso.

En el segundo cordón del conurbano bonaerense, precisamente en la localidad de Los Polvorines, en la Universidad Nacional de General Sarmiento, los muchachos se dieron la chance de pensar en un nuevo horizonte posible. Manteniendo aún el asombro de aquella charla con su patrón, se veían como protagonistas de un proyecto que les permitirá -en un futuro más o menos cercano- recibirse de Ingenieros en electromecánica.

Hablábamos de historias que no son meros relatos individuales, sino tramas de diversas causas y efectos que trazan pinceladas de lo que son y cómo funcionan las sociedades en las que vivimos.

Tenemos el orgullo de tener en nuestro país uno de los sistemas de educación superior más reconocidos del mundo. Podríamos referirnos a rankings que evalúan desempeños, evaluaciones y demás que se traducen en el concepto de prestigio. Pero la historia de estos dos hermanos nos lleva a pensar en un indicador tan o más importante: la cobertura. ¿Quiénes tienen derecho a pensar en otros horizontes?  La educación como vehículo de ascenso social en aquello que tantísimos años atrás se representó en la frase “Mi hijo, el doctor”. La Lucha permanente por defender ese bastión con marchas multitudinarias y jornadas de clases públicas nos habla de que sabemos que ese espacio es objeto de lucha. Sabemos de intereses que se ponen en juego todo el tiempo, en especial en esta coyuntura que nos atraviesa hoy por hoy donde la lógica del mercado parecería querer arrasarlo todo. Donde “esto de universidades por todos lados” molesta. Claro que sí, molesta por el hecho de ser un triunfo, un derecho que amplía horizontes. Horizontes que algunos quieren cercar cual propiedad privada.

Graficando con números, podemos citar que la Universidad de Buenos Aires actualmente posee algo más de 300 mil estudiantes. Lo que significa que hay siete estudiantes de UBA cada mil habitantes en nuestro país. Esto nos ubica muy por encima de otras universidades Latinoamericanas representativas de países hermanos como la Universidad de Sao Paulo de Brasil (0,5 estudiante cada mil habitantes),  la Universidad de los Andes de Colombia (1 estudiante cada mil habitantes), la Universidad de Chile (2 estudiantes cada mil habitantes) o la Universidad Autónoma de México (casi 3 estudiantes cada mil habitantes). Diferencia que se agiganta notablemente si incorporamos a las universidades del conurbano. En efecto, 25 estudiantes cada mil habitantes del partido de La Matanza, es el indicador que coloca en el podio a la Universidad Nacional de La Matanza.

En este sentido es que nos molesta fervientemente la nota[1] que publicó el diario deportivo Olé el 18 de Junio en el marco de la Copa América Centenario. Sabemos del carácter usualmente irónico del autor de la misma. Pero la acidez o ironía no alcanzan para no indignarse frente a los dichos que enaltecen unos de los sistemas educativos más excluyentes del mundo, al tiempo que desvaloriza una Universidad Nacional como la de La Matanza. Podríamos llenar la hoja de datos certeros que contradicen aquellas muy poco felices afirmaciones. Pero preferimos retomar la idea de trayectorias de vidas a las que se les permite proyectar nuevos horizontes. Porque efectivamente, lo que permitió la proliferación de universidades públicas por todo el país fue el acceso de más estudiantes a niveles superiores de educación. Porque a veces el centro (ahí donde atiende Dios) queda demasiado lejos.

Casi como provocación tomamos el caso de dos hermanos inmigrantes de países limítrofes. Frente a los prejuicios de “ellos vienen a sacarnos el trabajo” de los noventa, aggiornado al “copan nuestros hospitales”, reivindicamos la potencialidad de nuestro sistema educativo que marca distancia con países que algunos quieren imitar como Chile o Brasil.

Hoy hay dos (miles) de pibes que ingresaron en la carrera de Ingeniería. Algo que tiempo atrás, en su concepción, pensaron improbable. Lo más cerca de esta posibilidad para ellos (y tantos) era pasar con el colectivo frente al alambrado perimetral del campus universitario. Hoy se les dibuja en el rostro el agradecimiento por esta posibilidad, al igual que muchos jóvenes que representan la primer generación de familias del segundo cordón en acceder a una carrera universitaria. Claro, no es Harvard, con medio centenar de premios nóveles entre sus filas. Pero  la sola chance de  acceder  a una carrera universitaria donde se deposita la esperanza por generar nuevos y distintos destinos a los del "deber ser" prefijado de a quienes Don Galeano llamaba los Nadies, se transforma en una lucha por un mundo más justo. Una lucha que no estamos dispuestos a abandonar.

¿El privilegio de pertenecer? No, gracias. Sólo queremos ser muchos más, adentro. 

No nos gusta eso de mirar la vida pasar por detrás de un alambrado.



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