domingo, 2 de abril de 2017

27 de mayo


A Claudio Rodríguez

De Jorgito siempre me acuerdo los días de otoño. Además de cada abril. Aunque abril sea otoño.
Nos conocimos una tarde en la plaza, a los seis, entre juegos de la infancia ininteligibles pero perfectamente comprensibles. Los dos éramos clase 62. Los dos transcurríamos los días en una localidad perdida, casi resguardada, del oeste del Conurbano Bonaerense.
-Mi nombre es Jorge Soriano, ¿vos cómo te llamás? –me había preguntado aquella tardecita de sol suave pero frío de otoño. Es que el destino nos había juntado, así, sorpresivamente. A veces sentía que todo estaba planificado de antemano entre nosotros. Coincidimos en clase, en juegos, en escuela. (En lo demás, no llegaríamos a coincidir lo suficiente)
El primero de abril nos llegó la notificación. Viajamos juntos, naturalmente. Ambos pertenecíamos al Regimiento 6 de La Tablada. Íbamos para Río Gallegos a esperar órdenes. Nos apostamos allí, en medio de esa inmensa confusión generalizada, hasta el martes 13 de abril, cuando salimos hacia Puerto Argentino. Jorgito quedó en la División C. Mi suerte dijo “A”. Estábamos en la misma línea de combate, de todas maneras. No podíamos no coincidir, ya. El destino siempre sabe cómo obra. 
Allá lejos, en el tiempo y el espacio, era el frío. Un frío de mierda, desolador. Húmedo. Oscuro. Teníamos que cavar trincheras de ochenta centímetros de profundidad. Apenas empezábamos, el suelo se llenaba de agua turbia, aceitosa, que brotaba de entre la tierra y las piedras. Convinimos en cavar cincuenta, y levantar un alero de treinta centímetros por sobre nuestra cabeza.
Los días y las noches transcurrían sin distinguirse, allá. Los estruendos insoportables y la alarma de la alerta roja se fundían con el ruido de las olas y el silbido incesante del viento. La estepa austral siempre parecía calma. Sólo se veían ovejas, a lo lejos. (Hubo dos, en otro regimiento, que se pegaron un tiro en el pie para volver al continente. Con Jorgito nos mirábamos y casi que nos reíamos, del cagazo)
Estábamos juntos ahí también, como jugando en aquellas tardes de sol suave de otoño en el oeste.
-¡Cuídense entre ustedes, soldados. Cuídense entre ustedes, que tienen toda la vida por delante, carajo! –pasaba gritando día por medio el suboficial Giménez, que nos puteaba pero nos quería.
Cuando coincidíamos en la guardia con Jorgito (era esporádico, fueron unas tres veces en esos casi dos meses) tratábamos de buscarle una explicación. No a lo de coincidir. A todo el resto. A las bombas, a las muertes. Al sufrimiento. Al frío. Al dolor.
-¿Y  para qué, Claudio? –me llegó a preguntar Jorgito una madrugada helada que no sentía los pies dentro de la humedad de los borceguíes empapados, mientras disparaba el fusil en falso para que no se le congelara el mecanismo.
Y nadie sabía para qué. Nadie lo sabe, aún.
Lo que más fuerza nos daba era recibir cartas. A eso no había con qué darle. La pasión es la pasión. Podía faltar la comida (empezó a faltar la comida a partir del primero de mayo, cuando empezó el bloqueo aéreo británico), pero no las cartas. Las escribía la familia, o alumnos de la escuela primaria, en su mayoría.
Un par de veces me pudo la sensibilidad y le regalé mi carta a algún soldado correntino que venía de por ahí arriba, y estaba solo en el medio de la nada. Como yo, pero más.
Yo había coincidido con Jorgito.

Una mañana nos llegó que un grupo de gurkas liquidó a cuarenta, cincuenta de los nuestros. Los que estaban de guardia se quedaron dormidos, víctimas del síndrome del sueño blanco (sucede a menudo cuando la mente se pone en blanco, ayudada por el frío extremo y el color del paisaje a causa de la nieve). Para montar la guardia, de noche, armábamos como una especie de herradura, y en cada extremo había un par de soldados haciendo guardia, que iban cambiando cada dos horas. Los que estaban en el medio aprovechaban para dormir. Pero esta vez se durmieron los puntas de guardia y los cagaron matando a todos. Dormidos.
Por eso nos gustaba montar guardia con Jorgito. No nos iba a pasar. Teníamos de qué hablar. Teníamos qué recordar. Los recuerdos transcurrían y se mezclaban con el presente. Y por ahí te olvidabas de que un compañero tuyo había muerto en tus brazos hacía un par de días, y que tenías que dejarlo recostado sobre el campo de batalla, muerto de la más horrible muerte, cerrarle los ojos y seguir corriendo para tomar la posición enemiga en esa maldita carrera por la supervivencia.
Una sola vez en casi setenta días pude bañarme. El 27 de mayo. Nos llevaron a todo el Regimiento 6. “Tablada”, nos decían cariñosamente los oficiales.
Fuimos llevados a un tinglado gigante, cerca del pueblo, donde bañan a las ovejas antes de esquilarlas, para sacarles los vellones de pelo enredado y que la lana quede limpia. La única diferencia era que nosotros no éramos ovejas.
(Nos hubiera gustado serlo, en realidad, para tener toda esa lana encima, recubriéndonos, y no re cagarnos de frío cuando abrieran los caños de bombeo y nos castigaran los chorros hirientes de agua helada, con una temperatura exterior que no superaba los diez grados bajo cero)
En ese bañito gélido y fugaz descubrí mi nuevo cuerpo. Descubrí lo que después, al final de toda aquella locura, serían quince kilos menos. Descubrí también un principio de “pie de trinchera” en mi extremidad derecha.
El pie de trinchera aparecía cuando, por el frío y el agua constante de la trinchera, los dedos del pie empezaban a congelarse, y posteriormente a gangrenarse. Se iban poniendo negros. Hubo varios en nuestro regimiento que fueron amputados por el pie de trinchera no descubierto a tiempo.
-¡Esta tarde sin falta va a la Enfermería, Soldado! –me había dicho gritando el oficial Giménez, mientras me secaba entre los dedos y me los masajeaba para calentarlos.
Y así fue. Volvimos a la trinchera. Más cagados de frío que cuando llegamos al tinglado. Pero limpios. De cuerpo, al menos. Unos cuantos estruendos más tarde, me vinieron a buscar para ir a la Enfermería.
-¡Suerte con eso, hermanito. Si te mandan de nuevo para el continente, saludame a la vieja! –me gritó Jorgito, casi sonriendo y levantando un brazo desde su posición, dentro de la trinchera.
(“Suerte vos, que te quedás en este infierno de fuego”, pensé sin llegar a decirle. A gritarle.)
Llegué a la Enfermería. Me senté. Había una radio encendida. Poca luz. Mucho olor a tabaco. Estaba anocheciendo con una lentitud insoportable. Me ofrecieron un cigarrillo, que naturalmente acepté. 555. Eran cigarros ingleses. Pero nos importaba un carajo. A esa altura, todo nos importaba un carajo. Pasó más de una hora hasta que la enfermera se acercó (Había cinco mujeres en Malvinas. Tres enfermeras y dos doctoras. Cuando se produjo la rendición, les ofrecieron llevarlas en avión al continente. Se negaron. Volvieron en barco con los heridos). Miró mi pie. Lo revisó. Me tranquilizó que me asegurara que no tenían que amputar. Me puso calor, me inyectó y me pidió que me calzara de nuevo. Tenía que volver a la trinchera, oí que le dijo un suboficial que rondaba por ahí. Estábamos ganando posición en Puerto Argentino. Esa noche era decisiva.

(Esa noche sería decisiva.)

Terminaba de calzarme cuando escuché las alarmas de la alerta roja y el ruido de la puerta principal de enfermería. Empuñé el fusil (que llevaba a todos lados) por instinto. No pasó nada. Falsa alarma. Como tantas. Difícilmente distinguíamos el verdadero peligro, a esa altura.
Pero a mí me pasaba que lo sentía en el cuerpo, en el cuero,  como una incomodidad sensorial.

Esa noche se había puesto oscura de golpe.

Venían caminando por el pasillo, a lo lejos, dos suboficiales trayendo un fuentón, cubierto por un poncho. (A veces, el fuentón de teflón en el que se preparaba la comida para todo el regimiento se utilizaba para trasladar un cuerpo mutilado, o irreconocible)
-¿Puta madre, otra baja? –les pregunté mezcla de curiosidad, cortesía y amargura profunda, rozando con la mano, casi como una despedida entrañable, el poncho que resguardaba el oprobio físico.

-Un soldado. O lo que queda de él –me respondió uno de ellos, sin dejar de caminar-, pisó mal en un campo minado mientras ganábamos posición.

El frío helado, como una ventisca, me recorrió el cuerpo por debajo del uniforme.

(No pude no acordarme de su sonrisa y de su mano en alto)

-Era del Regimiento 6, División C. Jorge Soriano. Una lástima. Buen pibe. Por ahí lo conocías –agregó el otro suboficial, sin dejar, tampoco, de caminar, cansino, cargando el fuentón.

                                                                                                          Facundo Di Cuollo

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