El último atisbo de magia que ha
visto el universo del fútbol, lo ha visto en el Mundial de Italia 1990. Al
momento de analizarlo, resulta sencillo -y no por ello menos válido- recurrir a
la épica. Todo lo que en la vida cotidiana cobra ese mote, se vuelve
naturalmente heroico pasada una considerable porción de tiempo. Pero no estoy
seguro de que sea eso. El Mundial ’90 es ese medio camino entre “hacerse
grande”, pero saber de algún modo que la magia sigue ahí, intacta. Y que en
cualquier momento, en cualquier mínima e imprevista circunstancia, puede
hacerse presente para provocar que nuestra vida dé un giro trascendental de 180
grados sobre su propio eje. Y resulta que quedamos mirando para el sur, en vez
de tener los ojos fijos en el norte, en una fracción de segundo. Esa magia de
lo impredecible, de lo prácticamente imposible se manifiesta para hacernos
sentir que la vida está en otra parte. Que las cosas pueden ser de otra manera
-a veces incluso contra nuestra propia pulsión thanática, irrevocable, que
desea manifestarse a cada momento-. Perdamos pronto, ya está. (Los futboleros
conocen esto demasiado bien, por eso saben que ganar no es para cualquiera, que
el hecho de perder garantiza el cíclico goce del lamento, la queja, la ucronía,
el laberinto infinito de posibilidades). Si será mágico, el Mundial `90, que
treinta años después aún cuesta desentrañar qué nos provoca ese sotto il cielo de una estate italiana,
que nos hace lagrimear en un huracán de saudade
irrefrenable. O qué nos provoca ver el tobillo hecho una naranja de un Maradona
que ya tocó el cielo deportivo y volvió, entrenando con el botín cortado para
no sentir el dolor de la inflamación; o la corrida eterna de Claudio Paul
Caniggia eludiendo a Taffarel en un loop erótico y predestinado; o la ansiedad
de Carlos Bilardo gritando y acomodándose la corbata desde el banco de
suplentes, anunciando –antes de cada partido- que el próximo vuelo que saldría
de Italia sería el de Aerolíneas Argentinas.
Acaso el Mundial ’90 sea –sin intención de caer en el abismo de los lugares
comunes- la metáfora más pura de la vida misma. La vida en la que ya no quedan
muchas esperanzas, en la que el final puede advenir en cualquier momento como
una muerte anunciada, pero sin embargo se sigue jugando, y se sigue ganando, y
se sigue festejando. Y ese festejo tiene un valor doble, o triple, o cuádruple
en función del esfuerzo que requirió llegar a la victoria, vencer a los
cíclopes y a las medusas, resistir el embate de la furia de los titanes. Se
festeja, se sonríe y se sigue adelante.
Se sigue adelante aunque algunas cosas no vuelvan a repetirse, aunque la
felicidad parezca escurrirse en el final como arena entre los dedos. Aunque los
primeros amigos con los que uno juntaba figuritas para llenar el primer álbum
antes de que terminara el Mundial, en algunos pocos años ya dejaran de ser
nuestros amigos. Aunque la felicidad de tener cerca a los abuelos, y mirar los
partidos con ellos por cábala, y enojarse porque perdimos la final contra
Alemania porque el abuelo “era alemán y trajo mala suerte” no volviera a
repetirse jamás en la historia. Aunque no volviera a haber ninguna otra final
con los abuelos vivos. Se festeja y se sigue. Como en los penales contra
Yugoslavia. Se sigue adelante, que viene el próximo partido. Y Caniggia hace el gol contra Brasil, y la
familia festeja y llora, y le preguntás a tu papá por qué lloran si ganamos, y
te responde “porque sufrimos como la puta madre, pero lo importante es hacer
los goles”. Lo importante es hacer los goles, y seguir. Seguir con todo el
mundo en contra, seguir aunque en menos de una década tu papá no pueda hablarte
más de fútbol, porque ya no puede hablarte más. Con todo el mundo en contra,
con toda la Italia (hasta la napolitana) en el bando contrario, en una cancha donde
no entra ni un alfiler europeo más, ocurre la magia inexplicable de que la
pelota entre en el arco, aun estando parado de espaldas a él. Pasa en la vida,
inevitablemente va a pasar en el fútbol. Se gana y se sigue. Se ataja y se
sigue. Aunque sepamos que lo próximo va a ser distinto, que cuatro años más
tarde aparecerá la lógica de lo predecible, de lo algorítmico, de lo masivo
hasta la náusea para que el fútbol pierda su inocencia. Los raros peinados
nuevos también llegarían al fútbol, para despojarlo de su espíritu anímico.
Pero mientras, se gana y se sigue tanto, se resiste y se festeja tanto, que
hasta la derrota, por más justa que sea, se vive como una victoria. Ética o
moral, la que prefieran. Dice Aristóteles que la felicidad depende de nosotros
mismos. Y nosotros fuimos felices en Italia '90. Aunque Carlos Salvador Bilardo
afirme, con un absoluto sentido de la justicia deportiva, que “de los segundos
no se acuerda nadie”.
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