martes, 9 de junio de 2020

Fuimos felices en Italia '90




El último atisbo de magia que ha visto el universo del fútbol, lo ha visto en el Mundial de Italia 1990. Al momento de analizarlo, resulta sencillo -y no por ello menos válido- recurrir a la épica. Todo lo que en la vida cotidiana cobra ese mote, se vuelve naturalmente heroico pasada una considerable porción de tiempo. Pero no estoy seguro de que sea eso. El Mundial ’90 es ese medio camino entre “hacerse grande”, pero saber de algún modo que la magia sigue ahí, intacta. Y que en cualquier momento, en cualquier mínima e imprevista circunstancia, puede hacerse presente para provocar que nuestra vida dé un giro trascendental de 180 grados sobre su propio eje. Y resulta que quedamos mirando para el sur, en vez de tener los ojos fijos en el norte, en una fracción de segundo. Esa magia de lo impredecible, de lo prácticamente imposible se manifiesta para hacernos sentir que la vida está en otra parte. Que las cosas pueden ser de otra manera -a veces incluso contra nuestra propia pulsión thanática, irrevocable, que desea manifestarse a cada momento-. Perdamos pronto, ya está. (Los futboleros conocen esto demasiado bien, por eso saben que ganar no es para cualquiera, que el hecho de perder garantiza el cíclico goce del lamento, la queja, la ucronía, el laberinto infinito de posibilidades). Si será mágico, el Mundial `90, que treinta años después aún cuesta desentrañar qué nos provoca ese sotto il cielo de una estate italiana, que nos hace lagrimear en un huracán de saudade irrefrenable. O qué nos provoca ver el tobillo hecho una naranja de un Maradona que ya tocó el cielo deportivo y volvió, entrenando con el botín cortado para no sentir el dolor de la inflamación; o la corrida eterna de Claudio Paul Caniggia eludiendo a Taffarel en un loop erótico y predestinado; o la ansiedad de Carlos Bilardo gritando y acomodándose la corbata desde el banco de suplentes, anunciando –antes de cada partido- que el próximo vuelo que saldría de Italia sería el de Aerolíneas Argentinas. 

Acaso el Mundial ’90 sea –sin intención de caer en el abismo de los lugares comunes- la metáfora más pura de la vida misma. La vida en la que ya no quedan muchas esperanzas, en la que el final puede advenir en cualquier momento como una muerte anunciada, pero sin embargo se sigue jugando, y se sigue ganando, y se sigue festejando. Y ese festejo tiene un valor doble, o triple, o cuádruple en función del esfuerzo que requirió llegar a la victoria, vencer a los cíclopes y a las medusas, resistir el embate de la furia de los titanes. Se festeja, se sonríe y se sigue adelante. 


Se sigue adelante aunque algunas cosas no vuelvan a repetirse, aunque la felicidad parezca escurrirse en el final como arena entre los dedos. Aunque los primeros amigos con los que uno juntaba figuritas para llenar el primer álbum antes de que terminara el Mundial, en algunos pocos años ya dejaran de ser nuestros amigos. Aunque la felicidad de tener cerca a los abuelos, y mirar los partidos con ellos por cábala, y enojarse porque perdimos la final contra Alemania porque el abuelo “era alemán y trajo mala suerte” no volviera a repetirse jamás en la historia. Aunque no volviera a haber ninguna otra final con los abuelos vivos. Se festeja y se sigue. Como en los penales contra Yugoslavia. Se sigue adelante, que viene el próximo partido.  Y Caniggia hace el gol contra Brasil, y la familia festeja y llora, y le preguntás a tu papá por qué lloran si ganamos, y te responde “porque sufrimos como la puta madre, pero lo importante es hacer los goles”. Lo importante es hacer los goles, y seguir. Seguir con todo el mundo en contra, seguir aunque en menos de una década tu papá no pueda hablarte más de fútbol, porque ya no puede hablarte más. Con todo el mundo en contra, con toda la Italia (hasta la napolitana) en el bando contrario, en una cancha donde no entra ni un alfiler europeo más, ocurre la magia inexplicable de que la pelota entre en el arco, aun estando parado de espaldas a él. Pasa en la vida, inevitablemente va a pasar en el fútbol. Se gana y se sigue. Se ataja y se sigue. Aunque sepamos que lo próximo va a ser distinto, que cuatro años más tarde aparecerá la lógica de lo predecible, de lo algorítmico, de lo masivo hasta la náusea para que el fútbol pierda su inocencia. Los raros peinados nuevos también llegarían al fútbol, para despojarlo de su espíritu anímico. Pero mientras, se gana y se sigue tanto, se resiste y se festeja tanto, que hasta la derrota, por más justa que sea, se vive como una victoria. Ética o moral, la que prefieran. Dice Aristóteles que la felicidad depende de nosotros mismos. Y nosotros fuimos felices en Italia '90. Aunque Carlos Salvador Bilardo afirme, con un absoluto sentido de la justicia deportiva, que “de los segundos no se acuerda nadie”.

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